Formas de la observación audiovisual en la actual producción latinoamericana.
Malena Di Bastiano.


Ya no podemos pensar la imagen fuera del acto que la hace ser. Philippe Dubois



Asumiendo que el hecho de observar aparece como naturalmente ligado a todo proceso de producción audiovisual, podemos sin embargo advertir diversos modos o sentidos en que éste acto puede darse y proponer resoluciones formales y propuestas diferentes.
Desde la etimología misma hasta su apropiación específica en el campo audiovisual, la observación no puede ser reducida a una sola cosa.
Distinguible respecto de ver y mirar por requerir un mayor grado de atención y detención en una actividad que convoca y retiene a un tiempo a alguien que observa y a alguien o algo que es observado, es empleada habitualmente en el campo de las ciencias como vía inigualable para la obtención de datos, subsidiaria fundamental de la experimentación, y por ende una de las principales bases para el conocimiento. La idea de observar (del griego ήρησ, “vigilar” y luego en latín observare, “examinar atentamente”) se ve de esta forma asociada a la de contemplar o estudiar algo con vista a ciertos fines y conlleva desde Aristóteles la idea de un control o dirección.
Pero a este sentido que podemos admitir como el más generalizado, suele oponérsele otro menos “justificado” y más laxo, el de una “mera” observación.
En el campo audiovisual, es en los estudios teóricos acerca del documental donde la noción de observación se ve fundamentalmente retomada en torno a los trabajos pertenecientes a lo que se ha dado en llamar direct cinema en Norteamérica hacia los años 60.
Respecto de esta forma de observación reconocida ya –podríamos decir- históricamente, distinguiremos aquí otra que a nuestros ojos se viene desarrollando en ciertas zonas de la producción latinoamericana de los últimos años y cuya característica principal radica en activar o movilizar un cierto sentido reflexivo.
Se trata de algunas obras recientes pertenecientes a realizadores de Argentina, Brasil, Chile y México y a su forma particular de trabajar sobre la observación en tanto ésta se constituye más bien como punto de partida o condición para una operación creativa.
Las obras seleccionadas son (por orden cronológico): Areas de Hernán Khourian (2000, Argentina), A plomo de Carolina Saquel (2001, Chile), La cantata de las cosas solas de Willi Behnisch (2003, Argentina), 3195, 0778, 0075 y 5040 -selección de obras de la serie Rizomas- de Marcellus L.(2004, Brasil), Da janela do meu cuarto y Concerto para Clorofila de Cao Guimaraes (2004, Brasil), Imagen residuo, Trans apariencias y Vista Interior V de la serie Ideogramas de Bruno Varela (2005-2006, México) y Puna de Hernán Khourian (2006, Argentina).
Apelando a procedimientos y recursos propios del documental, son obras que sin embargo, una vez concluidas, no pueden ser definidas e inscriptas sin más bajo esa categoría sin suscitar cierto margen de duda efectiva y necesaria. Y es que, sin abandonar lo documental totalmente, pertenecen a esa zona limítrofe y difusa que hace que las podamos encontrar reseñadas, ubicadas o ubicables por vía de diferentes entradas -en tanto no terminan de pertenecer por completo a ninguna- a caballo entre lo documental, el videoarte, el video experimental o el videoensayo, términos todos que designan a su vez campos de por sí conflictivos en cuanto a su definición y circunscripción.
Frente a ellas se nos impone como necesario adoptar entonces una perspectiva ampliada de lo observacional, con la convicción de que el pensamiento debe intentar moverse al ritmo del campo audiovisual y sus producciones.


Hacia una concepción ampliada de la observación audiovisual.

La caracterización habitual que de la observación audiovisual se hace por parte de diversos autores, teóricos e historiadores del documental podemos encontrarla resumida en Introduction to Documentary (2001) de Bill Nichols donde se proponen diferentes modos de representación, especie de subgéneros dentro del género documental, entre los que figura el modo observacional. Este es descrito mediante una serie de rasgos que surgen en particular del trabajo de Richard Leacock, Robert Drew y Donn Alan Pennebaker-, abarcando como precedentes al Free Cinema británico de mediados de los ‘50 (Karen Reisz, Lindsay Anderson), la obra de Denis Mitchell y el Candid Eye canadiense de finales de los ‘50 (Terence Macartney-Filgate, Wolf Koening y Roman Kroitor), y llegando hasta la obra de Frederick Wiseman.

En líneas generales, este modo se caracterizaría por el hecho de filmar comportamientos y conductas, es decir, observar a otros y ciertas situaciones en las que éstos se vean involucrados, desde una posición de testigos -casi voyeurs- sin intervenir en lo que sucede ante cámara (esto último es lo que lo diferenciaría del cinema verité francés y de la obra del canadiense Michel Brault).

Esta aparente ausencia de participación del realizador hace que la atención se vuelva directamente sobre la presencia de la cámara como instrumento de observación y registro de esa observación -en desmedro del tercero de sus atributos, asociado a su capacidad de fabricación- lo que se verá a su vez fortalecido mediante un esfuerzo evidente por evitar la manipulación en edición del material obtenido y el empleo de todo recurso de tipo empático (musicalización, reconstrucción, etc) buscando dejar el material casi tal cual o dando la impresión de no haber sido prácticamente tocado, como llegando a nosotros en directo o como si hubiésemos estado allí para observarlo por nuestros propios ojos. Esta es una de las premisas básicas de este tipo de trabajos, donde la presencia de la cámara se asume sólo en un sentido sustitutivo de nuestra propia presencia: “lo que hubiese sucedido allí aunque la cámara no estuviese allí para observarlo”.

Detrás de estas características se mantiene en pié, siempre a través de la observación, la intención o finalidad de dar cuenta de un qué frente a cámara, de suscitar un conocimiento acerca de un objeto, sujeto, contexto, condición social o institución, que se nos muestra de forma pretendidamente distanciada o neutral como para darnos lugar a que seamos nosotros mismos, espectadores puestos en calidad de testigos a su vez, quienes saquemos nuestras propias conclusiones acerca de lo que se nos presenta. Este aspecto fue interpretado a veces como ambiguo y llevó a que varios expresasen sus reservas hacia estas obras por no tomar suficientemente “partido” o “posición” tanto en uno como otro sentido (ni lo suficientemente discordante o crítico, ni lo suficientemente acorde o funcional).

Respecto de esta forma de observación audiovisual, la que asumen las obras propuestas al comienzo del artículo difiere fundamentalmente en que en este caso la observación no se aboca tanto a la mostración de algo de lo cual se quiere ofrecer un cierto conocimiento (el quid de la observación) sino que es ella misma –la observación- la que se instaura como tema y principal protagonista.

En términos generales, podríamos describir estos trabajos por el hecho de poner el acento en el aspecto formal y rítmico de lo observado y de la observación –uno y otra como mutuamente implicados-, independientemente de su vínculo referencial y temporo-espacial específico y del grado de interés que éste pueda suscitar como “contenido”. Hacer ver el mundo de nuevo, pero donde es ese hacer ver lo que se busca poner de relieve: la observación se erige como medio de intervención del realizador sobre el mundo –proveedor éste de la materia prima que aquél transforma- implicando así un compromiso de tipo estético por parte suya.

Trabajando sobre formas más ligadas a una visión o visualidad (en sentido de estar fundadas sobre un trabajo in praesentia y en lo que se deja entrever inmediatamente como potencial) que a una previsión (como se estipula tradicionalmente en cine, donde se llega al rodaje con una idea lo más acabada posible de lo que se busca obtener) recupera y destaca de sí esa capacidad inicial de ceder el control a lo que sucede, a lo que se presenta, ve y escucha, lo que la convierte en un ejercicio superlativo de actividad atencional.

Operando a partir de actitudes más vinculadas a un ejercicio de desconocimiento que de conocimiento, a un ver sin saber (ello-ver en términos de François Soulanges) aparecerán en estos trabajos todo tipo de estrategias de extrañamiento de lo cotidiano: puntos de vista que descolocan toda referencialidad o desvirtúan la aplicación de un criterio de belleza, fragmentación de la imagen, distorsión mediante efectos de cámara o edición, duración excesivamente corta –que dificulta la aprehensión de la imagen- o excesivamente larga - sobrepasando en mucho a la del efecto realista, sobre todo ante la falta de requerimiento o justificación por parte del motivo-, aceleraciones o ralentizaciones, dificultad de reconocer o justificar el criterio de elección subyacente, etc.

Así, por ejemplo, ciertas imágenes de Marcellus -imágenes-videos en tanto se trata de planos secuencia, imágenes únicas- (3195, 0075, 5040) trabajan en esa distancia entre lo que la imagen da y lo que la mirada busca, entre el ver y el entender, volviendo palpable nuestra ansia de reconocimiento, al postergar, incluso indefinidamente, la resolución traducida en claridad o nitidez formal. De esta manera, pone en cuestión el qué de la imagen como finalidad: una vez que nos hemos demorado a tal punto, el suspenso cede a sí mismo como intensidad, se desarticula como estrategia narrativa mientras cobra el cuerpo del tiempo como afección. Cuando llegue el momento de la develación (si es que llega) ya no podrá saciar la ansiedad que se ha vuelto, por contención, sobredimensionada; la dación de algo reconocible pierde sentido, y nos vemos compelidos a retrotraernos hacia la duración misma como experiencia escindida, desfasada: experiencia de un tiempo real (remarcada por la duración y velocidad normal de imágenes y el sonido directo) y la de nuestra propia ansiedad (generada por una fuerte distorsión de la imagen, en general producida en el momento de la toma por efectos de balance lumínico, foco o encuadre) como otro tiempo simultáneo, agregado a aquél, pero no menos vívido y real. La pregunta por el qué se desvanece o disuelve, cae, y cede ante la contemplación misma como transcurrir y permanencia, es decir, como transformación.

En La cantata de las cosas solas la estrategia es aún más minimalista y cruda: sin apelar a la distorsión de la imagen -que en el caso de Marcellus no dejaba de revestir un claro sentido plástico-, Benisch (a pesar o justamente por su formación en artes visuales y como director de fotografía) nos presenta en ciertos pasajes de su obra imágenes que se dan con toda franqueza en la nitidez de su insignificancia en sí, y es justamente allí donde el autor postula todo su sentido. Recogidas al azar en prolongadas caminatas realizadas por el realizador, se obstinan en imponernos algo que no es del orden de la belleza. Imágenes donde vaciar la mirada, o donde al menos preguntarse si eso es posible y darse la oportunidad de averiguarlo. Imágenes del hastío. Imágenes para no pensar nada y cuya duración supera toda justificación, incluso formalista, quebrando todo ritmo o cadencia para dar el tiempo de una suspensión total de sentido: un tiempo muerto para nacer de nuevo, recuperar el deseo y la avidez de la mirada.

La avidez desborda por su parte en Puna, trabajo que se inicia con los movimientos bruscos de una cámara buscando frenéticamente algo sobre lo cual asentarse, elegir, reposar, acompañada por una urgente marcha musical que anuncia con énfasis el comienzo de una fiesta: el video ya empezó ¡y la cámara no sabe aún dónde ponerse! Esta imagen, sumamente osada y compleja para el espectador en tanto es la primera que se le ofrece, no es sino la del desconcierto, del mareo: la Puna –en su doble sentido, como región y como video- que sobrepasa, arrasa (o busca sobrepasar y arrasar) todo parámetro, previsión o expectativa posible, demanda un empezar como sea, por el medio antes que por el comienzo, tomando desprevenidos a un tiempo a realizador y espectador, instándolos a adoptar frente a ella otro tipo de disposición. Consecuente con ello será la adopción radical del recurso de grabación cuadro a cuadro, que se da en repetidas y prolongadas partes del trabajo, estableciendo otra dimensión, clave o régimen perceptual de lo visible bastante complejo de aprehender y totalmente diferente al que estamos habituados, modificación equiparable a la del aire que respiramos en esa zona del altiplano (el mismo, pero diferente; como con otra densidad).

Se trata de esta forma en estas obras de poner en marcha un dispositivo en el que la observación no sólo sea un recurso para, sino donde ella se erija en -y a través suyo- el centro de la propuesta. No importará entonces tanto qué se nos muestra (independientemente de los intereses estéticos y semánticos particulares que una imagen pueda seguramente, como toda imagen una vez gestada, suscitar en nosotros) ya que será siempre en todo caso una excusa para poner de relieve la forma misma en que esa observación se efectúa, su “cómo” como forma o disposición.

Se desprende así de estos trabajos un cierto carácter reflexivo, si bien este puede no surgir inmediatamente en un primer o rápido visionado ya que parecieran remitirse (y acotarse) más bien, en cuanto a su estrategia o idea base, a un regodeo por ciertas superficies o formas, seres, objetos o lugares, en un gesto similar a una presentación, descripción o incluso composición poética a partir de los mismos.

Pero no hay que perder de vista que es en la observación misma donde esa reflexividad se asienta. Se trata menos de una presentación que de un ejercicio y puesta en evidencia de una cierta presencia observante. Alusión y al mismo tiempo puesta en juego de una práctica, de un modo de hacer audiovisual, lo que abordan estos trabajos tiene que ver entonces con la observación misma como forma, o mejor, conformación, como forma de formar, en tanto es en acto, observando, como la observación mejor se muestra.

Retomando (para superarla) la división tradicional: ni mera observación, ni observación dirigida o controlada. En todo caso, observación dirigida a la mera observación.


La observación: una cuestión de peso.

En cuanto a las condiciones técnicas de producción, las características tanto físicas como operativas del equipo empleado en cada caso, podemos establecer una cierta conexión entre ambos grupos de obras –las referidas como observacionales “tradicionales” y las “reflexivas”-. Y es que el punto de partida del desarrollo del modo observacional coincidiría a este respecto con la aparición en escena hacia 1960 de equipos livianos de filmación que posibilitaron el hecho de salir a las calles y registrar en directo lo que allí sucedía.

En el caso de nuestro corpus actual de estudio, se trata de obras que emplean video digital (algunos combinan asimismo material rodado en súper 8 e incluso 16 mm), es decir, un equipo a su vez liviano, medianamente accesible en términos económicos y simple de manejar que, si bien seguramente no determina, sí colabora y propicia en todo caso un tipo de abordaje que podemos calificar como personal o individual, o con un equipo de gente extremadamente reducido, siempre manteniendo una estrecha relación en cuanto a lo que se establece entre la cámara y el realizador, su situación en y frente o respecto a un mundo.

Se tratará en la mayoría de estos videos de salir, viajar, caminar, ver qué depara un cierto recorrido por ámbitos ya sea cercanos, circundantes (el jardín de la casa en Imagen residuo, el barrio, provincia o región -Rizomas, Da janela do meu cuarto, Concerto para Clorofila, La cantata de las cosas solas-), o algún sitio más ajeno o distante (Areas y Puna).

Dos de los trabajos se establecen en una zona intermedia, limítrofe, representada por la ventana: en Da janela do meu cuarto ésta es traspasada sin problemas con la mirada-cámara, aunque sin perder esa posición voyeur que determina todo el sentido del trabajo; en Ideogramas, Varela se queda estratégicamente a mitad de camino, aprovechando las cualidades de ese entre-dos.

Lo que de esta forma se hace presente en la totalidad de los trabajos es una imagen o circunscripción de lugar bajo la cual subyace de forma más o menos virtual, más o menos implícita, la idea de un cierto posicionamiento en el mundo. Posicionamiento en parte ético -que se reconoce así sea de forma indirecta, diferida- pero ante todo estético, descubriéndose, conquistándose y erigiéndose paso a paso. “No se está en el mundo, se deviene con el mundo, se deviene contemplándolo” escriben Gilles Deleuze y Félix Guattari.

Areas entonces de referencia y/o pertenencia que –de forma homologable al tipo de relación que establecen con lo genérico o disciplinar (documental, videoarte, experimental, pero también pintura, fotografía, música y poesía)- se exploran, se abandonan para lanzarse a la captura de otras, o se emplean como plataformas de avistamiento de un resto de mundo que se deja entrever en aquello que deambula y se deja alcanzar por los sentidos en las proximidades.

Un mirar desde o un salir a mirar que nos encuentra de esta forma siempre convocados a una cierta disposición. Y es que todo acto de observación del mundo, como bien lo señala Maurice Merleau-Ponty se hace siempre desde cierto punto del mismo mundo.

Se trata de todas formas de una sensación de posicionamiento lo suficientemente imprecisa -la de un testigo sin certezas- o tenue como para supeditarse y albergar ante todo la manifestación de una presencia, en el sentido que Roger Munier da al término como “eso que de las cosas se eleva, en ciertos momentos, para una cierta mirada”.

Ocasión entonces para que se manifieste esta presencia junto a la de la cámara como mirada, protagonista principal, tal como sucedía antes, pero esta vez no sólo como medio de restituirnos el mundo, de trasponernos a un lugar o situación que ella ha visto por nosotros y donde el realizador permanece pretendidamente apartado: ahora la cámara se constituye como herramienta esencial de una observación y, simultáneamente, de una fabricación, que no hubiese sido posible “si ella no hubiese estado allí”. Surge algo en el proceso de producción de la obra (incluyendo la edición) que no estaba antes disponible para una mirada. Algo que no encontraremos allí afuera, que no existe realmente (más que como imagen).

Así, en Da janela do meu cuarto dos niños son sorprendidos jugando en medio de la lluvia. Pero Guimaraes no se limita a mostrarnos esta acción, sino que interviene musicalmente la imagen mediante el uso de cámara lenta y la manipulación del registro de audio de las gotas de lluvia en relación a los movimientos de los cuerpos en el barro.

5040 de Marcellus nos presenta todo un mundo microscópico, superficie plagada de formas esféricas luminosas, reflejos verde, ocre, amarillo y rosado, como pinceladas impresionistas. Mientras tanto, voces humanas vibran al unísono, murmullos indistinguibles como esa imagen fuera de foco. Cuando los reflejos se multiplican, se hacen cada vez más chicos y distantes para adquirir nitidez, termina el video.

De la misma forma, podemos citar ciertas imágenes de Puna, imposibles de encontrar “a simple vista”: el deambular de hormigas de los trabajadores en la frontera, como disuelto en la eternidad del tiempo, exacerbados los colores y el brillo del sol impasible reflejado en una superficie vidriosa. El curso de un arroyo que invierte su sentido. El viento soplando en cámara lenta las plumas de avestruz del traje de un danzante. Y, entre otras cosas: los colores saturados de Concerto para Clorofila e Imagen residuo, los fragmentos animados y las aproximaciones a la pantalla de televisión de A plomo y las poses fotográficas en Areas (la muerte de una oveja en suspenso) y La cantata de las cosas solas (dos retratos: enfermera y vendedor ambulante).

Aparecen a su vez en casi todos marcas que aluden a un hacer, manos, ojos, rastros de decisiones y, también, de indecisiones y todo tipo de manipulaciones ex profeso del material audiovisual. La cámara no está en función sustitutiva, delegada por el realizador y en representación nuestra, sino que se revela como formando parte de una acción creadora, en copresencia de un autor, que se halla a través suyo –a la vez herramienta posibilitadora e inevitable obstáculo- aludido. Observación hecha a la vez por alguien y por una máquina; superposición o más bien, desfasaje.


Hacer con la observación: de lo real a lo posible.

En cuanto observaciones del mundo, estas obras no pretenden sostener la inocencia de la mirada, ni resolver la imposibilidad de registrar lo real tal cual es –como sí considera François Niney que pretendieron, si bien con resultados paradójicos, los “padres” del documental, Flaherty y Vertov-. Lo que les interesa es menos lo real, que algo de lo real que se pone en juego en lo inmediatamente visible -la apariencia-, en lo mediatamente (y medianamente) imprimible -la huella-, y en el gesto mismo mediante el cual se realizan las imágenes.

Más que ver el mundo, ofrecer imágenes a partir de él, suscitar el murmullo de las apariencias.

Nos ubican así a mitad de camino entre lo que nos excede y aquello sobre lo cual podemos operar: la huella, que como bien expone Soulanges, tanto alude a lo real como admite ser manipulada y transformada, abriendo paso a una articulación entre lo irreversible y lo inacabable.

La observación como modo de acción audiovisual, tal y como se da en estos casos, moviliza toda una serie de posibilidades e imposibilidades, donde paradójicamente éstas últimas se van volviendo condición de posibilidad de aquellas: imposibilidad de mundo, posibilidad de algo de mundo, manipulación y creación.

Hacer lo posible surge aquí de una tentativa real que se hace presente, tentativa que tiene que ver con la improvisación y lo experimental, y –como surge de la propia palabra- con un tanteo o contacto con la superficie de las cosas, un palpar con la mirada que se da ahí mismo, entre las cosas, y se va volviendo gesto. Gesto no previsto, tal y como la imagen que busca (y a diferencia de lo que sucede cuando interviene un guión o idea preconcebida), y que es devuelto y hecho visible por ella, en ella, silueta y patrón vibrando a la vez, de modo tal que la visión se inscribe en el tipo de ser que nos revela, se hace carne en él, pensamiento encarnado en formas sensibles de las que no puede desprenderse sin perderse.

De esta forma, y para terminar, vayamos al gesto o mejor meta gesto inscripto en estas obras,
gesto del observar como forma de hacer.

La observación como hacer aparece aludida en estos trabajos como operando entre lo delimitado y lo ilimitado:

En Vista Interior V (serie Ideogramas) Varela trabaja a partir de la idea de ventana-marco en relación a aquello que Deleuze y Guattari llaman fuerza de desmarcaje, por la que el marco se abre hacia un plano de composición o campo de fuerzas infinito, hacia el gesto del artista que no se inicia en su interior ni permanece nunca allí dentro.

En ese aparente preámbulo de toda vista posible, en ese asomarse que nunca va a producirse -la cámara se mantiene a una cierta distancia de la ventana que no intenta traspasar- surgen otro tipo de inscripciones visuales posibles. Ante esa ventana próxima pero distante, con el margen suficiente como para ponerse de manifiesto en el contraluz de sus formas, el realizador propone una serie de composiciones –con un criterio similar al del relieve escultórico- donde confluyen lo que se deja entrever muy escuetamente por detrás del vidrio o la cortina y lo que, en ese mínimo espacio que se nos interpone hasta ella, aparece.

Es en ese aparente retiro del ver, en ese retrotraerse donde las imágenes surgen. Distancia y separación instalan el lugar de la creación, escribe Soulanges.

En Trans apariencias la delimitación se establece desde el comienzo: 80 diapositivas, 1 carrusel, 5 casas, 13 años. A partir de aquí se abre la posibilidad múltiple de toda combinación. De las 80 imágenes fijas tomará la mitad, y las hará desfilar de a dos, cambiándolas alternativamente a pantalla partida. Un desfile-carrusel de imágenes fijadas, entrecortado, que Varela llama cine coagulado.

En La cantata de las cosas solas también partimos de una imagen fijada (foto), pero la imagen que la muestra no es fija, se desliza sobre aquella. Cuerpo-ojo infantil del propio realizador en una fotografía impresa, primera superficie a recorrer por el ojo ya adulto: la huella del propio cuerpo y de una mirada. Un otro yo ante el que extrañarse, el yo-niño, que nos devuelve a su vez una mirada extrañada dirigida hacia un otro que sacó la foto, pero cuyo lugar ocupamos ahora (se oye durante toda esta secuencia una respiración invertida). Punto de partida de una búsqueda compulsiva que se asocia al anhelo nostálgico de recuperar algo: unos ojos sin memoria, sin historia, sin miedo. A partir de allí, la mirada adulta, con historia, miedo y memoria, intentará vaciarse en las cosas, sistemáticamente. Desplazarse, desprenderse, girar bruscamente, dar el salto. Vaciarse para recuperar el deseo, la avidez insaciable, sin final de la mirada infantil. El deseo, el lugar de la infancia, ¿cómo puede tener forma? -se pregunta Benisch, intentando abrirse a lo informe de este deseo ilimitado y recuperar la mirada sin acento, sin centro, como pensamiento de nada. Nada que es apertura y posibilidad total, como un estandarte blanco, sin consigna; luego dos, varios: evento ocasional, extraño, donde las cosas se revelan. Dejar entonces para ello que las cosas se deslicen sobre la superficie sensual de la pupila, que pasen como el tiempo, como el tren, las nubes, y el agua turbia, hasta que algo se impregne y despierte el deseo.

El hilo surge como otra imagen recurrente de la observación como hacer. Hacer homologable al del pescador (Marcellus), del prestidigitador (Saquel), la hiladora y bordadora (Khourian), en todos los casos se lo asocia a las manos y despliega toda una gestualidad particular.

Jalar, recoger, lanzar y esperar de nuevo. En 0075 de Marcellus siluetas como comas o muecas sobre una superficie quemada, blanca, se desplazan, conforman una línea, parecen jalar algo (red). Al igual que el realizador, intentan sacar algo de un fondo indiferenciado. Pero sólo su imagen se recorta.

Puna se compone en base a esta figura del hilo, como eje de giro. Sentido y contrasentido; retorcimiento e inercia: el pájaro de papel sacudido por el humo pende del hilo, sobre el que describe sus giros; los sikuris ofrecen su danza envolvente, compulsiva, como en trance, formando fila ante la mirada hierática de la virgen; el toro asediado y el torero intrépido giran, esquivándose y buscándose, compelidos por sus deseos encontrados, resumibles en dos gestos lineales: la cornada y el arrebato de la vincha. Línea, trazo y vuelta. El hilo se va haciendo mientras gira la rueda impulsada por el hilo-corriente del río; y mientras se hace, se ovilla. Y el río es otro hilo que vierte y se invierte: ir y venir, sin abandonar el cauce. Retorcimiento e inercia. Entonces aparece el golpe. Visual, auditivo, sensitivo. Se golpean las imágenes, se golpea la cámara, y la pupila. Así como pega el sol.

En A plomo de Carolina Saquel una tela, a la vez velo, pero sobretodo telón y capa mágica, se manifiesta en su poder de hacer aparecer o desaparecer. Oscura y brillante, a la vez oculta y se pone en evidencia ella misma, como forma envolvente y campo de formación.

Algo se prepara, se pone en escena. Un telón, una silla, un saco cuidadosamente dispuesto en el respaldo de la silla. Cuando todo parece listo, la cámara se pierde en detalles fuera de foco. Estar preparado es estar dispuesto a perderse. A dejarse ir. Caer (en audio, cosas metálicas).

Oscura y brillante es asimismo la pantalla del televisor sobre la que aparecen algunas imágenes, que son recapturadas con la cámara de video. Imágenes de la tela. Imágenes de imágenes. Línea de barrido que conforma la imagen, punta de hilo que conforma la tela. El acercamiento a esas superficies ya es un pasaje a otra cosa, a otro lado. El peso del telón es relativo, cargado en cuanto al misterio que genera (-¿qué hay detrás?- curiosidad), irrisorio en cuanto a lo que aparece (caballito de juguete, cabeza de muñeco: curiosidades), evanescente y maleable ante la mano que interviene y la tensión del hilo. Debajo suyo no hay nada. Pero por momentos salen cosas. Ya que sí hay telón, hilo y manos. Las manos son el enlace, suscitan a través del hilo los gestos del velo, el truco y la ironía. Si escogen un objeto, no es para develarlo, sino para volverlo velo, obturar con él, ponerlo por delante. Gesto repetido. Acentuado. Es allí que el velo se corre y detrás nada, una sombra, apenas, un brazo y un control remoto que apaga, literalmente, la imagen.

Publicado en:
HACER CINE (PRODUCCION AUDIOVISUAL EN AMERICA LATINA)
Autor: RUSSO, EDUARDO
Editorial: Paidós
Año de edición: 2008
Isbn: 978-950-12-2725-3