Apuntes generales sobre la construcción de una mirada

Gustavo Galuppo



I


Hay una idea que se perfila con elocuencia y sagacidad ante la visión de la obra de Hernán Khourian, la construcción rigurosa de un punto de vista. Punto de vista documental. Mirada profunda e inalterable que nunca reniega de su condición subjetiva, construcción al fin. Desde la despojada mostración de las vistas del cinematógrafo primitivo hasta la configuración abstracta lograda mediante la manipulación digital, sus videos recorren diversos caminos pero parecen elegir finalmente el sosiego de aquellas vistas, aunque apuntalando siempre, indefectiblemente, la mirada personal como germen estructural de la composición. Ojos (1995) y Visuario (1997), los títulos de sus dos primeras obras; nominaciones emblemáticas que sientan ya las bases tanto del concepto formal que regirá hasta hoy, como de las diversas líneas enunciativas que irá recorriendo. Ojos es la puesta en escena de la idea que una mirada tiene sobre otra; la primera es la del autor y la segunda, lugar paradójico, es la de un grupo de ciegos. Visuario es la manipulación extrema, la rarificación al borde de lo abstracto; una construcción caleidoscópica es ofrecida a la mirada para escabullirse en los entramados de la imagen-video; una imagen que se ofrece en su desmesura de cromatismos y formas alteradas hasta perderse en la dificultad de reconocer, en el ruido de una visión transfigurada. Lo que convive, siempre, es la captación de lo “real” y su interpretación declarada en la propia imagen. Aquí la exhibición de la realidad ha perdido su supuesto estatuto original porque las leyes de la escritura cinematográfica se hacen evidentes en todas las instancias de la puesta en forma: desde la configuración plástica del encuadre, pasando por la estructura a veces matemática, hasta, en ocasiones, el trabajo de enrarecimiento de la imagen. La alteración de lo captado niega entonces la posibilidad de una supuesta objetividad, es la mirada la que reorganiza lo visto y lo vuelca en una cadena audiovisual regida por normas específicas. Cine-Ojo, la línea de Vertov; algo de eso subyace en estas obras, en su concepción; el ojo de la máquina posibilitando una nueva visión de las cosas, de los hechos. Y el ojo digital ya no es sólo una cámara y una moviola, es una estación completa de fabricación donde lo real y lo virtual se confunden bajo las posibilidades del software y del hardware. La maquinaria completa reinterpreta lo visto y otorga otra imagen sin ocultar los índices que la han transfigurado, aunque sea imperceptiblemente. Vertov, pero también Flaherty y Rouch; y aquellas primeras “sinfonías urbanas” (Ruttman, Cavalcanti, etc.) que dotaban a la ciudad de un estatuto diferente ligado a la percepción maquinística del cinematógrafo. Lo real, lo único verdaderamente real que persiste, es la realidad de una mirada que ofrece su percepción. No la imagen de la realidad, sino la realidad de una imagen; y más aún, la sola realidad de una mirada. En la obra de Hernán Khourian, como en pocas vistas en estas latitudes, esta conciencia de la mirada y del punto de vista (documental) rige rigurosamente la captación de situaciones y espacios, de vivencias, y de tiempo, bloques de duración que se hacen patentes cuando el tiempo de lectura excede al contenido de la imagen. ¿Qué sucede con la imagen a partir de que la mirada espectatorial ha agotado el recorrido de los datos ofrecidos?, se deja invadir por el tiempo, accede a otra dimensión en la cual lo real establece un duelo con lo abstracto, y donde la mirada toma conciencia de su existencia como tal: mirada sobre otra mirada. Lo objetivo, aquí, no cuenta. Sólo los ojos, los propios y los ajenos. Del objeto y del sujeto. Del creador y del espectador. De la cámara y del espíritu. Del hombre y de la máquina. Una forma de escritura poética que no oculta sus indicios de existencia como tal, como escritura, pero que también exhibe sin divagues la materia prima de su constitución: lo real, el mundo pro-fílmico mostrado en fragmentos y recortes evidentes que hallarán una nueva síntesis en la estructura final de la obra. Así, tanto Las sábanas de Norberto (2003) como Áreas (2000), Ojos y Puna (2006), confrontan según las normas de esta escritura documental-poética a la imagen con su propio estatuto. ¿Qué vemos allí entonces?, los detalles de un proceso de construcción, de un intento de acercamiento, de una pulsión que se diría vital de comprender al otro, de utilizar la escritura-cine para elaborar una mirada que confronte y acerque a lo ajeno. Una mirada-cine que no es sólo percepción de la cosa, sino un pensamiento sobre ella que comienza antes del registro y termina en la edición. Una cuestión de tiempo. El tiempo de la reflexión y el tiempo de la imagen. El tiempo de la mirada.



II


El documental argentino, como categoría formal definida más allá de la verdadera imprecisión de sus límites, adolece de una falta de rigor y autoconciencia que parece heredada de la normalización de las estructuras televisivas. Informes descriptivos, bustos parlantes, archivos que sostienen y verifican las afirmaciones omnipotentes de textos en off; en cualquier caso, la imprudente y traicionera estipulación de la posición del realizador como portadora de una verdad indiscutible. Verdad histórica, política y social. Una verdad que no se pone en tela de juicio porque está soportada por el documento de lo real, cuando, en realidad, la única realidad posible en el cine es la realidad de una puesta en escena, de una mirada. Sus procedimientos de recorte y alteración. Su naturaleza manipuladora. Su vocación onírica. El ojo-máquina ve, se impregna, y devuelve una imagen que conserva apenas rasgos de lo externo pero ya reconfigurados en una nueva visión. Si la “mirada documental” es portadora entonces de alguna verdad indiscutible, es la verdad de una alteración producida sobre el mundo para mejor entenderlo y ofrecerlo como tal, un proceso de elaboración. De allí, en todo caso, emergería algo verídico ligado al acontecimiento reelaborado, algo que subyace en la imagen y que brota de ella como respuesta a la evidencia de su gesto autorreflexivo. La imagen se exhibe a si misma, se muestra como tal, en un devenir del pensamiento que la atraviesa y la construye según normas de escritura sólo concerniente a la materia-cine.

Allí se ubican cómodamente los videos de Hernán Khourian, en el feliz gesto autorreflexivo, en esa zona extraña en la cual lo documental como endeble categoría cinematográfica se enfrenta con sus propias falencias; con sus imposibilidades de ser eso mismo. A contramano de la hegemonía estandarizada de los formatos importados del común televisivo. También podría verse ese mismo gesto autoconsciente en la obra de los rosarinos Iván Marino y Pablo Romano, de comienzo común, abocado posteriormente Marino más a un inusual planteo conceptual desviado hacia el multimedia, mientras que Romano explora un costado en el que la mirada documental se deja estructurar por un corte narrativo de evidentes sesgos cinéfilos.

La mirada autorreflexiva de Khourian se hace visible en cada plano, manipulado al extremo (como en Visuario o en Sample - 1999) o en diversos grados de sutil extrañamiento (como en el resto, desde la evidente transfiguración de Ojos hasta la calculada desnudez de Áreas), pero también en la alteración evidente puesta en forma a través de la elección rigurosa de cada encuadre y en la sucesión temporal milimétrica de la edición. Es una mirada que se redefine video a video, que se agota sobre sí misma y renace restablecida según el aconteciendo, el cuerpo, o el lugar que reclaman (o posibilitan) su existencia. Ninguna imagen se parece a otra, y esto porque cada atributo de lo “real” tomado como objeto altera a la mirada mientras la mirada le devuelve la alteración. Un diálogo posible. Una ida y vuelta. Transfigurar lo que se observa pero dejándose transfigurar a su vez por eso mismo. Y otra vez, la única verdad aquí es entonces la verdad de esa mirada, de una forma de intentar acercarse y entender el mundo. Cada mundo. Lo demás es escritura, estilo. Video, pero consciente de su extenso linaje genealógico; desde Lumiére, pasando por Vertov, Vigó y Rouch, hasta Juan Downey y Van Der Keuken.

Hoy el video argentino, en su vertiente ligada al formato marcado por la mirada documental, adolece entonces de esa falta. Autoconciencia. Conocimiento de la posibilidad de una única verdad de la imagen: la verdad de una mirada que manipula y se deja manipular. Khourian con su ya importante obra, se suma a la línea de esos escasos realizadores que elaboran en torno a la idea de una visión declaradamente subjetiva; de ahí la alucinada y extraña veracidad que destilan sus videos.



III


Áreas, espacios, pero espacios tan llenos de tiempo que aquí la mirada espectatorial cede el apremio de la inspección de los contornos físicos a la otra percepción del tiempo en estado puro. El tiempo y los cuerpos. Dilatado ya el tiempo de lectura necesario, excedido en sus mayores requerimientos, la imagen se abre a otras dimensiones. Otras afecciones y otras ideas. Los cuerpos son vaciados y vueltos a llenar. Acumulación de espacios claramente delimitados. Acumulación de cuerpos. Hombres y animales. Los hombres y sus cuerpos ofrecen en la duración del plano los mecanismos codificados de la pose en el trabajo diario. Cansancio, fatiga, espera, esfuerzo. La rutina del trabajo expone los cuerpos a una cámara que los registra en su absoluta banalidad. Unos ojos que observan. Una boca que gesticula. Unas manos que repiten mecánicamente una labor posible. Unas piernas que caminan, que resisten. Un torso vencido que delata su fatiga, que repite su gesto, su espera tal vez inútil. Un cuerpo humano cualquiera, íntegro, plasmado en todas sus posibles variantes y configuraciones, en todas sus posiciones, sus actitudes, sus afecciones. Un cuerpo humano expuesto en su absoluta completud, o fragmentado en retazos que arrastran dificultosamente los rasgos de su humanidad. Un cuerpo humano, y siempre, en cualquiera de sus disímiles representaciones, hasta en su ausencia, la sombra de la muerte acechando su integridad. Devorándolo con la lentitud propia de su trabajo irrevocable. El tiempo. Pensar un cuerpo humano en el cine es pensar el tiempo. El tiempo y la muerte. El trabajo del hombre, el trabajo de la muerte, y el trabajo de la cámara. La cámara-ojo que se percibe como tal, y cuya mirada se cruza fugazmente con la de los cuerpos que registra. Ahí, en esos destellos donde la fugacidad de un instante plasma un cruce de miradas, es donde la puesta en escena da un vuelco hacia el espectador. Lo interpela directamente tras fatigarlo en forma calculada. El cuerpo filmado ya no es un cuerpo cualquiera, es uno que me mira atravesando una distancia inevitable y que nos une en una extraña e imposible complicidad. Un encuentro virtual. Si el espectador ha sido siempre conciente de la presencia de una cámara que reconstruye el mundo según sus propias reglas, ahora el sujeto filmado también da cuentas de ello. La mira. Se corre de su tarea, de su propia puesta en escena, y delata el artificio; el objeto extraño, ajeno que es la cámara, y con ella, su operador/autor. Y al mirar directamente a cámara nos mira también a nosotros, espectadores. El juego de reflejos se ha multiplicado. Todos miramos y somos mirados. Sujetos y objetos. Todos pasamos a formar parte de un proceso en el cual la puesta en escena estalla y brinda su estatuto múltiple. La mirada documental de Khourian, entonces, es una mirada construida en base a la puesta en juego de varias miradas que se interpelan entre sí y se ponen en tela de juicio. No hay objetividad posible, son las tres miradas (cámara, cuerpo filmado, espectador) las que en su devenir construyen una representación en la cual lo “real” se inscribe con garra a fuerza de evidenciar su naturaleza dispersiva y múltiple.

Pero en Áreas también hay otros cuerpos, los animales. Algunos muertos, destrozados en tareas de carnicería; y los vivos, vagos actores de una situación ajena. Y ellos no perciben a la cámara como tal. No dan cuentas de la puesta en escena. En ellos la mirada espectatorial reposa contemplativa porque además abren otros caminos. Liberan ataduras. La imagen suelta aún más por instantes la mano del espectador para después volver a acercarlo. ¿Qué relación hay entre estos animales y el motivo unificador del trabajo? El sonido, en general, persiste. Tal vez en el fuera de campo se encuentre el nexo unificador. De cualquier modo, la idea eje aquí no es ofrecer una estructura unidireccional, de sentido único y estricto, sino por el contrario soltar las riendas del espectador para que éste sea el artífice de su propia percepción. De su experiencia.

Puna ejerce una labor similar sobre los cuerpos expuestos, aunque aquí el motivo que enlaza la cadena de imágenes no es el trabajo sino uno más disperso, el territorio argentino que da título al video. En Las sábanas de Norberto, en un punto conceptual distante al de los otros videos mencionados, el cuerpo es el eje casi absoluto, el cuerpo de Norberto, y su voz en off otorgándole una unidad posible al entramado. Norberto es un hombre que sufre las consecuencias de la poliomielitis, internado desde los tres años, vive postrado y conectado a un respirador artificial, ciego. Aquí la fragmentación extrema intenta traducir una percepción construida a partir del reconocimiento táctil de partes mínimas (“una relación por proximidad”, dice el mismo Norberto). Fragmentos del cuerpo, de los instrumentos médicos que lo soportan; algunos de difícil o imposible reconocimiento, otros más cercanos pero igualmente cercenados por un encuadre que secciona como bisturí. Un espacio reconstruido a partir del análisis de sus componentes y su posterior síntesis unificada en una nueva percepción basada en la dificultad. No hay entonces posibilidad de actualizar las imágenes, a costa de enfrentarse con lo otro en su propio terreno. Un terreno de litigio en la cual las miradas (y su privación) luchan por acercarse, por interpretarse; tarea destinada al fracaso pero que, a través de una estilizada escritura cinematográfica, acaba por erigir una puesta en forma posible. Acercamiento al fin.

A lo que nos enfrentamos entonces, es a una sucesión claustrofóbica, de frialdad casi clínica, de fragmentos de cuerpos y objetos en un blanco y negro contrastado que se suceden componiendo una mirada marcada por la dificultad. Pero está el sonido, tan elaborado siempre por Khourian, un fuera de campo sonoro que abre la imagen hacia otras percepciones mas completas, abiertas hacia un afuera siempre extenso y esquivo. La voz en off de Norberto rige la estructura, la sobrevuela casi permanentemente y le otorga unidad narrativa mientras cuenta sus vivencias, pero están también los otros sonidos, las máquinas del respirador y el gélido ambiente hospitalario que componen una música incidental concreta y asfixiante. La música de esa extraña soledad que se revela tan llena de una vitalidad insospechada.

Y al final, un antiguo archivo fílmico: un niño (¿Norberto?) afectado por la poliomielitis sometido a tratamientos médicos que parecen brutales; y la música, pero ahora interpretada por el mismo Norberto (aunque sólo lo sabremos en los créditos finales) en un pequeño teclado mientras sueña su devoción por las grandes obras artísticas del hombre.

Un momento extraño, inesperado. De una fuerza acongojante poco frecuente en la obra de Khourian. Como si el rigor de la construcción de aquella mirada hubiera cedido finalmente al peso de las afecciones desnudas.

Y es que la mirada de Khourian es una mirada errante, que altera lo real y que se deja alterar por la realidad. Que interpela y que se deja interpelar. No hay entonces una mirada documental rígida de pretendida omnipotencia, sino otra que establece un diálogo constante con su entorno a través de la máquina-video.




IV


Cierre con Puna. Si la puesta en forma de la mirada documental ha estructurado hasta ahora toda la obra de Hernán Khourian, Puna es un corolario por demás de elocuente, como lo sería también Ojos como punto de partida (tan ligada además a la inflexión que supone Las sábanas de Norberto).

Puna es, ante todo, un rastreo, un viaje, una errancia. La errancia del visionario. Ya Roberto Rossellini operaba (y sobre todo a partir de Alemania Año 0) sobre las estructuras narrativas clásicas para reescribirlas a partir de la percepción en estado puro de sus personajes. Allí el relato se volvía dispersivo incorporando los tiempos de la contemplación para proyectar y definir el estado interno de sus personajes. Errancia y contemplación. La idea del visionario, el visionario cinematográfico, donde quien observa en tiempo muerto define su interioridad en el espacio que enfrenta y que lo absorbe hasta su desaparición (Antonioni después, en el extremo, en el largo final de El Eclipse) Estas figuras marcarían en poco tiempo el eje de todos los Nuevos Cines surgidos en los años 60, de casi todo el cine moderno; y también se inscribiría (pero tal vez en principio sin reconocer su linaje) en ciertas formas contemplativas del videoarte.

En la obra de Hernán Khourian, la idea de la contemplación se potencia por la ausencia del sujeto, del cuerpo que observa, del que mira en tiempo muerto absorbiendo y resignificando el poder afectivo de lo que se encuentra ante sus ojos. También se ausenta la narración en el sentido clásico para volcarse a la errancia de una mirada documental. Ahora es el espectador el que debe asumir el rol de sujeto vidente. El que debe interpelar directamente a su visión desde su intransferible subjetividad. Sin dirección precisa. Sin, generalmente, una línea de demarcación que estipule de antemano una significación tranquilizadora. Es él quien ahora debe hacer suyas esas visiones que desfilan inmutables por el monitor ante su mirada suspendida. Pero hay una evidencia que tergiversa esta supuesta pureza; la evidencia de la mirada que nos es ofrecida. Los indicios de una mirada que ya ha estructurado las imágenes. Si en general el cuerpo del visionario no se inscribe en el cuadro, sí lo hace su percepción. El ojo maquinístico, tecnológico. La mirada-video. Miramos mirar.

Lo que vemos allí entonces, plasmada en las imágenes, es la lenta construcción de un punto de vista sobre un acontecimiento determinado. Ya al comienzo de Puna, en su plano inaugural, la cámara busca con inquietud el sosiego de un encuadre. Después, durante el resto del video, seremos testigos y protagonistas de un viaje hipnótico en el cual la percepción evidenciada del videasta establece un juego permanente con su entorno. Un juego de ida y vuelta. Un diálogo arbitrario. No hay ya la intención de ofrecer una lectura unidireccional de los hechos. No hay la intención de establecer la idea de una supuesta verdad sobre lo que se observa. Tampoco la exposición didáctica. Lo que queda es la conciencia de que la única verdad posible en el cine es la verdad de la mirada que uno ha inscripto en las imágenes durante todo el proceso de elaboración, desde el registro hasta la postproducción. Y esa idea de la percepción aparece de diversas formas: el ojo-cámara que busca su objetivo, las manos del operador que manipulan el aparato, la sombra del camarógrafo, la rarificación sutil de la imagen, el tiempo aletargado que agota los requerimientos de la lectura para dar paso a otras potencias perceptivas. Toda una configuración de la comunión hombre-máquina (ojo humano-ojo tecnológico) que entre la evidencia y la sutileza destituye la base de una imposible verdad documental. De una objetividad desfigurada siempre por los avatares ineludibles de la representación.

La línea de Dziga Vertov, podría volver a decirse.




V


Y la luz. Más allá (o más acá) del concepto, se encuentra la experiencia inmediata del espectador. Áreas abre con un plano rayano en la abstracción de unas partículas que danzan en un haz de luz. Puna contiene imágenes similares, con una cámara que hurga en el espacio de un interior precario buscando quien sabe qué incidencias lumínicas en el polvo que flota. Cierta belleza planea en ese ámbito. Una cierta idea del placer contemplativo desnudo, de la espera de una postergada revelación.

Todo es experiencia. El espectador abandonado a sus percepciones. Una errancia. Un viaje alucinatorio. Una espera casi eterna. La luz: sus haces, sus reflejos, su ausencia. Y el sonido, conformando un fuera de campo infinito, adquiriendo una notoriedad impensada. Casi como quien oye por primera vez.

Y también como quien ve por primera vez. Porque tal vez allí se encuentre el eje de toda su obra.

En la fascinación por la exploración y el descubrimiento; en esa espera de algo que se revele.

En la idea de devolverle a la imagen la posibilidad de convertirse en una experiencia única.