La textura de los margenes
Algunas
ideas
esbozadas
a
partir de Los
pernoctantes
Los
pernoctantes
es una película nocturna (aunque muchas de sus secuencias sucedan de
día). Y la cuestión inicial es, de algún modo, simple. Los que duermen
en la calle, los que han quedado excluidos de todo. Los desposeídos.
Los “locos”. Los “idiotas”. Esos que han perdido toda oportunidad de
establecer lazos funcionales con una sociedad en la cual todo es parte
de un mecanismo mercantilizado hasta la más clara vejación concensuada.
Estas personas, estos cuatro seres “retratados”, viven al margen de
toda posibilidad de integración a esa maquinaria instituida desde la
barbarie. Son, de algún modo, esos “otros” que habitan nuestro mismo
espacio, las mismas calles, el mismo escenario de la misma
“representación” del poder.
La
primera
imagen,
en
esta película, es la de una valla, o lo que se
supone un fragmento de una especie de andamio o estructura de
construcción que, aquí, en el encuadre, hace, igualmente, las
veces de tal barrera. Separación. Distancia. Estamos del otro lado.
Pero, ¿del otro lado de qué? O más aún, ¿de qué otro lado? ¿Adentro o
afuera? O, ¿cuál es el adentro y cuál es el afuera allí, en ese
territorio que aún no ha sido definido por la imagen y su consecuente
construcción del espacio? Poco después un paneo nos ubica. La cámara
recorre lentamente un trayecto hecho de texturas irreconocibles, de
formas vagas, y recala ahí, en la textura de una piel, fragmento de un
rostro que suponemos (sólo lo vemos en parte) acosado por la intemperie
y la posible “mala vida”; pero un rostro al que una voz off
ha comenzado a darle una integridad y una identidad. En ese instante,
en ese arranque algo desestabilizador, estamos finalmente de ese lado.
Del lado de lo “otro”. Del lado de los márgenes. En el sitio de la
exclusión brutal. Y es partir de allí que Los
pernoctantes
pone en juego esa especie de trampa (y trampa en el buen sentido; en el
sentido de que siempre hay algo del juego con la trampa en la buena
representación del cine). Nosotros, espectadores, nos movemos a partir
de entonces en un territorio algo incierto. Entra la distancia y la
cercanía. Entra la pertenencia y la exclusión. Entra la actitud de una
cámara “vigilante” (esa vigilancia inhumana, omnipresente, del ojo
tecnológico dispuesto en todas partes para registrar lo intrascendente,
sin nada extraordinario que reportar) y la cercanía abrupta
posibilitada por la conciencia de esa irrupción, de esa presencia. Un
texto dicho, una mirada a cámara, un gesto interpelante sostenido hasta
lo inadmisible, rinden cuentas de esa posible complicidad, ese estar
ahí y no a lo lejos. Y el juego se rompe o revela al menos su mecanismo
dejando pasar una huella, una marca; un grado de lo inmanejable de “lo
real” que hace tambalear a la imagen.
Y
es
allí,
donde
algo de lo real deja un trazo visible en la imagen, una
huella evidenciada en la imperfección, en una especie de imposibilidad,
en la fragilidad de una superficie-pantalla que se rinde y se deja
modelar por los avatares de la intemperie (sobre todo) nocturna, contra
toda dimensión espectacular, contra todo intento de maquillar la
desgracia o la injusticia (siempre, claro, más esta última que la
primera). Ese grano (“el
grano
de
lo
real”,
diría
Pascal
Bonitzer),
esa carencia de luz, esa imagen imperfecta
(agobiada también por los ruidos, dimensión sonora de la calle que no
se evita ni se limpia), se convierte en la textura palpable de la
situación registrada, en la certeza de su existencia concreta en el
mundo extra cinematográfico. Y es ese ruido audiovisual, el grano-video
(esa imperfección electrónica) hinchado por la noche y el sonido
ambiente inusualmente invasivo, lo que traza y marca en la imagen la
violencia del gesto con el cual se ha permitido que lo real se
manifieste a través de la “realidad” técnica de las máquinas, en
el propio registro de la cámara-ojo que asume las características
irreductibles de sus límites y su presencia. Es como si la imagen, en
este caso, y a diferencia de las posturas más corrientes del cine
documental, se haya hecho visiblemente permeable a lo externo, a sus
accidentes y a sus dificultades, dejándose moldear un poco por ello en
lugar de establecer el procedimiento inverso, el de modelar (para
domesticar, podría decir Jean-Louis Comolli) la imagen de lo real a
partir de la intervención ficcionalizante del cine. Y además subyace
algo brutal en ese mismo gesto, en esa especie de abandono pautado de
lo imperfecto, en esa incorporación de la inclemencia del espacio y del
tiempo, en esa aceptación de una relación bruta y casi desprolija (y
digo casi, allí están la exacta programación de cada encuadre y la
disposición de los colores) entre la realidad y el aparato de registro
(esa imagen rota, urgente); una decisión que en un mismo movimiento
desestabiliza e interpela al espectador. Aquí se ha barrido, de cierta
manera, con ese velo aligerado que la representación ficcionalizante de
la imagen-cine (en el llamado documental) impone a la visión de lo otro
para mantenerlo siempre en ese terreno tranquilizador del cine como
tal, como ficción, como lo ajeno, aún en lo documental. Una cuestión de
límites, entre lo llamado cine documental y cine de ficción.
Y
hay
también,
más
allá de la concepción de esa textura de la imagen
urgente, una idea en la estructura de Los
pernoctantes
que ronda con los visos de lo inacabado, de lo “en bruto”; de casi lo
azaroso y lo no intervenido (otra vez, esa mirada tecnológica
“vigilante” que reporta sucesos donde en apariencia no los hay, así, en
bruto, y sin fin). Y allí, otra vez, ese juego: la idea de esa cámara
vigilante que rinde cuentas indiscriminadamente de lo intrascendente,
que sostiene la imagen de los momentos en los cuales nada hay para
decir, para contar, para significar más allá de la evidencia de lo
mostrado (no hay puesta en escena más allá de la decisión de un
encuadre). Y es, justo allí, en esa fragmentación débilmente narrativa
de la experiencia, en ese discurrir sobre la “nada”, donde este
entramado de voces e imágenes agrega también un plus
violento a aquel “grano de lo real”. Nosotros, nuevamente,
espectadores, estamos allí, en ese preciso instante, en ese lugar. Y no
hay ya rasgos de una puesta en escena cinematográfica reconocible o
asimilable que territorialize la experiencia de la cercanía o la
distancia, o de la pertenencia o la exclusión. La experiencia de esta
imagen y de su inclusión dentro de una estructura narrativa posible,
pone en juego y en evidencia esa relación cercana y lejana de uno
(espectador) con lo otro (los pernoctantes). Estamos allí, en la
textura palpable de su realidad, de las mismas calles y de los
mismos espacios, en ese “grano de lo real” que quiebra brutalmente toda
barrera, pero a la vez, y fatalmente, estamos afuera, tras las vallas,
del lado de esas ventanas que se cierran y de esas rejas de un garage
que se bajan automáticamente tras la salida de un coche último modelo.
Pensar,
finalmente,
la
puesta
en forma de Los
pernoctantes,
implica,
de
algún
modo, poner en perspectiva la puesta en escena de
todo “lo otro”, de los márgenes y de nuestra posición frente a ellos.
Entonces, ¿cómo mirarlo-representarlo? ¿Desde qué lugar? ¿Con qué
límites?
No
hay,
aquí,
respuestas
ni vocación doctrinaria. El final de la película
es acorde a la estructura propuesta de aquello inacabado, de lo “en
bruto”, de esa “mala vida” que no tiene sosiego en una coyuntura
política determinada. La aparición de los créditos finales no cierra
nada, no clausura ninguna historia, apenas pone un límite a la duración
de la mirada construida. Tal vez no sea un “Fin”, sino un “Sin Fin”,
como en aquellas visiones poéticas de (José) Val del Omar. Y es que
Hernán Khourian, coordinador del proyecto, ha sabido en toda su obra
construir la idea de un proceso interminable, de una mirada que se
enuncia y se pone en crisis en el propio acto de mirar(se), de una
búsqueda sin límites precisos, de un fracaso del cine frente a lo real
que, paradójicamente, da como resultado el logro de sus más elocuentes
y desestabilizadoras construcciones.