Los peronistas que gobernaban la provincia de Santa Fe durante los años 80 habían tomado la Escuela Provincial de Cine y TV como plataforma de propaganda política. En los albores de la democracia se propusieron enseñarle a las nuevas generaciones las bondades del oficio de artista, versificando sobre la utilidad del arte y su valor como herramienta de acción social (dos ideas insostenibles: como afirmaba Wilde “todo arte es completamente inútil e inmoral’).
1 En marzo de 1985 quien escribe estas líneas había resuelto estudiar cine en la escuelita provincial. Asistí entonces a la ceremonia de apertura de curso con el entusiasmo y la intriga propios de quien espera un ritual iniciático, adonde serán revelados los misterios de una nueva profesión. Pompa mediante, el director comenzó su discurso: “Queridos alumnos, las películas se dividen en dos grandes categorías: las que se entienden y las que no se entienden. Aquí estudiaremos las primeras”. Había terminado mi formación como cineasta, exactamente cuatro minutos después de haber comenzado.
Entre el acto inaugural que acabo de comentar y el instante en el que escribo estas líneas transcurrieron más de veinte años. Hoy veo aquella diatriba contra lo incomprensible, que entonces me ofendió, como el momento de gracia de un peronista, que supo vislumbrar una instancia clave del audiovisual criollo: el advenimiento de ‘lo digital-ominoso’. En los años 80, quienes elegimos el oficio del cine (aunque sea durante cuatro minutos), pudimos celebrar la llegada de una nueva tradición narrativa asociada a la experimentación artística. De la mano de ciertos profesores que volvían del exilio, del silencio o de la ignorancia, las llamadas ‘nuevas tendencias’ del arte contemporáneo desembarcaron en las escuelas y universidades de la pampa húmeda (Córdoba, Santa Fé, Buenos Aires). En aquellos años se consolidó la categoría de los trabajos incomprensibles como una firme excepción de estudio. Esta línea de producción no tenía ningún valor en sí misma, pero abría un horizonte de investigaciones y búsquedas narrativas desconocidas en el ámbito del audiovisual criollo, hasta entonces cercado por los dogmas de la mafia institucional con su estética del panfleto, del pasquín o de la publicidad.
Aventurando una hipótesis, me atrevo a afirmar que esta mutación o degeneración de lo comprensible en incomprensible tenía una de sus causas en la reciente llegada del vídeo, específicamente en la transformación cancerígena de los criterios compositivos y narrativos que generó el nuevo soporte. El impulso de los avances tecnológicos asociados al registro de la realidad (consecuencia de los textos científicos que develaron los últimos artilugios desconocidos de la visión y los simulacros de las imágenes) acabó con el halo fantasmático que tenían los soportes analógicos como el cine o la fotografía tradicional. En la era digital las imágenes se encuentran separadas de los hechos que representan, escindidas por medio un sistema de traducción que las ubica en el rango de la escritura: las imágenes no se ‘dibujan’ ni son un continuus asociado a los hechos, sino que se escriben a través de códigos que tienen las reglas gramaticales y los niveles de abstracción característicos de cualquier lenguaje. El creador que desconoce el idioma que hablan las imágenes técnicas se mueve como un analfabeto, conjugando un número de variantes predeterminado en el manual o la costumbre de uso de los artefactos de registro y edición.
Desde una perspectiva clásica suele decirse que el escultor adivina con su genio las figuras cifradas en la piedra. Sabemos que no es así. El modelo está en la imaginación del escultor y la piedra no encierra ninguna figura. No hay nada cifrado en una piedra que remita a otra cosa que no sea su propia estructura de piedra, a su historia de piedra. El caso de la ‘escultura’ digital es distinto: “las imágenes técnicas son metacódigos de textos que no designan el mundo de afuera, sino textos. La imaginación que las fabrica es la capacidad de recodificar conceptos de textos en imágenes; y, al contemplar estas imágenes, vemos unos conceptos novedosamente cifrados del mundo de afuera”.
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En la plaza Tianamen deambulan los mendigos, vendiendo baratijas diseñadas sobre el antiguo relicario comunista, ahora reciclado en llaveros, encendedores, naipes, calendarios, etc. En los barrios pobres que inundan el centro de Pekín, los habitantes suelen montar pequeños quioscos adonde subastan también objetos de la revolución. Allí los turistas occidentales se pelean por conseguir afiches con la imagen estampada de Mao, utilizada en otro tiempo para movilizar al pueblo chino en pro de un ideal de igualdad. Los destinatarios de esa imagen son hoy los turistas occidentales, que regatean los precios con los indigentes asiáticos. Si el turista se tomase el trabajo de raspar literalmente la superficie del papel, se daría cuenta que la apariencia primitiva del afiche esconde una réplica moderna, impresa en formato digital. El diseñador del afiche apócrifo ha tomado el recaudo de fingir cierta antigüedad y cierto uso que el objeto no tiene. El tiempo cambió la función y el destinatario de la imagen. Lejos del contexto histórico que la erigió, el afiche perdió su efectividad para enardecer el ánimo de las masas. Escrito en caracteres chinos, el texto que rubrica la foto de Mao incitando a la lucha de clases resulta hoy anecdótico e incomprensible desde el punto de vista de la experiencia. Sin embargo, los hechos que fueron causa de aquella imagen continúan existiendo, como en un eterno presente, aunque se hayan desencontrado con los íconos o los textos que los representaban —incluso esta misma imagen de Mao, ahora colgada en la oficina de un occidental, parece haber virado hacia un significado opuesto al original—. Vilem Flusser afirmaba en su ensayo sobre la fotografía: “La función de las imágenes técnicas es la de liberar a sus receptores por magia de la necesidad de un pensamiento conceptual, sustituyendo la conciencia histórica por una conciencia mágica de segundo grado, o bien, la capacidad conceptual por una imaginación de segundo grado.”
3 ¿Qué pensará el turista occidental cada vez que mire la imagen de Mao comprada en Pekín? ¿Se sentirá parte de la revolución con el afiche colgando en su oficina? ¿Entenderá el texto escrito con caracteres chinos?
La imagen digital arrastra ciertos conflictos existenciales que no tenía en la era analógica, cuando los hechos y su representación se encontraban directamente asociados por el cincel o la pluma del artista. Si algo del libre albedrío del autor quedaba en la creación de una imagen, la era digital agotó esta alternativa. Las imágenes más sediciosas o subversivas terminan revelándose como pensamientos nihilistas en la mente de Bill Gates o de Jef Raskin.
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Retomando el razonamiento peronista y su diatriba contra lo incomprensible (“la única verdad es la realidad” dijo el General), podría afirmar con el mismo margen de error que el Audiovisual Criollo se divide efectivamente en dos grandes categorías: las obras narradas con los aparatos (la estética costumbrista del manual de uso), y las obras narradas a pesar de los aparatos, que conspiran contra el determinismo e intentan escapar del laberinto del afiche chino. La obra de Khourian se inscribe en la última categoría.