Puna. La mirada perdida
Marta Andreu Muñoz
Hay imágenes en Puna que me persiguen. Son imágenes que te atrapan y te van habitando poco a poco, pasando a formar parte de esa geografía personal (única y compartida al mismo tiempo) que nos va definiendo y que nos da claves para hacer más comprensibles las imágenes del mundo que nos rodean. Su ritmo, su textura, su misterio se convierten en un terreno al que uno irá recurriendo casi sin proponérselo, no tanto para acceder a esas realidades más o menos lejanas, que demasiado a menudo el cine documental quiere definir como versiones definitivas de la vida de los otros, sino para reconstruir una esencia perdida, común a todos, a ellos y a nosotros, la capacidad de detenerse y mirar, edificando el mundo con esa mirada. En su ausencia irán resonando en nuestra cotidianidad dando presencia a una mirada adormecida, un eco insistente de un terreno para reconquistar, el de ese tiempo suspendido del momento de una contemplación que debiera convertir la naturaleza en paisaje y el paisaje en mundo.
Así, estas imágenes que nos cobijan, nos requieren a su vez que las ocupemos, que las llenemos no tanto de sentido, como de nuestra mirada. Son imágenes que piden ser habitadas por aquél que las mira. La forma en que nos son ofrecidas nos interpela más allá de una interrogación sobre su significación: no nos piden que completemos su significado potencial, nos invitan a llenarlas de nosotros mismos, del (sin) sentido que pudiera tener nuestra propia vida. De este modo, no es tan importante completar la historia que con ellas Khourian nos pudiera contar, ya que de hecho no son imágenes que vehiculen construcción narrativa alguna. No hay un cuento concreto para ser contado, hay un estado vital, especular, una travesía para ser compartida. Por supuesto que Puna puede ser leída, pero al contemplar lo que tiene para darnos (y quitarnos al mismo tiempo) no tendremos esa sensación de ser requeridos -casi a la fuerza- a ser elemento indispensable -a veces esclavo- para completar sentidos escondidos o cifrados. Uno no tiene la sensación de esa necesidad de reducir la obra que contempla a un acto de comunicación, aunque -sin duda- sus elementos, sus imágenes y sonidos, sean profundamente significativos. Pero lo son como pinceladas, como pequeñas sugerencias incisivas que, dichas de paso, penetran en el resto de imágenes haciéndolas más dolorosas en su belleza, en su carnalidad y por el camino se van apoderado lentamente de nosotros, por una repetición infinita de cadencias métricas, musicales, hipnóticas. El “descubrimiento” de Colón, que emerge como un parpadeo, y por lo tanto de igual forma se desvanece, adquiere unos tintes de aguda perversión que no contendría si el discurso ahondara en su desarrollo, convirtiéndolo en una apuesta consabida, demagógica, abiertamente crítica, políticamente correcta. Ese cuadro nos sobreviene en medio de imágenes y sonidos que van emergiendo y que trabajan, esculpen las cosas, animadas e inanimadas, para convertir la realidad en texto audiovisual y significa, al mismo nivel y al mismo tiempo que todas ellas, una comedia humana, que se nos revela azarosa, imperecedera, sustancial y por todo ello absurdamente imprescindible, esencial en su naturaleza. Una fiesta popular, el trabajo en el/del campo, un paisaje omnipresente, la lluvia, el caminar, el retorno de unas miradas furtivas... Todo ello, se significa por lo que es, por lo que muestra. No hay un sentido profundo escondido detrás de la superficie. Ésta, en la presencia de las imágenes por sí mismas, constituye la esencia de su ser.
Por ello, Puna se instala (y nos instala) en la certeza que el sentido profundo de las cosas está en su apariencia, su fuerza interna y eterna reside en su aparente fragilidad y son sus accidentes los que forjan su Ser y constituyen así el mundo, o aún mejor, su origen. Allí, en ese espacio con nombre, pero sin características enumerables y nombrables, sin datos concretos, contrastables, “reales” (insistimos: esta pieza nos advierte que no hay realidad más allá de las imágenes, que las cosas no existen más allá de su visibilidad, que el ser y el ver son indisociables...), en este espacio mítico, que existe en nuestra mirada, el mundo encuentra su origen.
El contenido de las imágenes de Puna proviene de su forma, es decir de la manera particular en qué Khourian las hace aparecer, como en un baile, ante nuestros ojos, resonando unas en las otras, en un ir y venir, que permanecerá en nuestra memoria, con una cierta ausencia de un sentido impuesto que da lugar a una presencia contundente de una mirada (auto) consciente, compartida. Puna nos convierte en mirada y ahí reside su fuerza.
La captura del otro es (o debiera ser) una preocupación central en el cine de lo real. Instalar la cámara delante de una realidad que se despliega ante nuestros ojos convoca un ejercicio estético que implica el compromiso (o su ausencia en el peor de los casos) del director, convirtiendo su tarea en una empresa inevitablemente ética. Aunque, ¿no estaría la “ética” siempre implícita en la “estética”? En todo caso, estamos ya domados por tantas imágenes tomadas, o robadas, sin otro objetivo que el de establecer una lámina impenetrable de información, para abastecer a un espectador sediento de narración vacía, que a menudo olvidamos esta relación, que debiera ser inquebrantable. Filmar al otro implica comprometerse con la imagen que de él estamos tomando, reconstruyendo y dando. Así, aunque lo filmado sea “un otro”, lo que hacemos es poner en circulación la propia mirada, ya que lo que permite en verdad el cine documental (usando la palabra “documental” con mucho cuidado, ya que es dada a malentendidos y convenciones impuestas por tradiciones mal asumidas...) es elaborar esa distancia que nosotros, con la elección y la conquista del lugar desde el cuál miramos, establecemos mediante la cámara, entre nosotros mismos y el otro, entre su mirada y la nuestra, para convertir este otro en su propia imagen.
Encontrar la buena distancia será, entonces, una preocupación imprescindible, que ha encontrado a lo largo de la historia del cine de lo real diferentes propuestas estéticas (éticas). Podemos convertirnos en ese otro, generando (o pretendiendo) una identificación máxima (a veces ilusoria), que culminaría en los relatos autobiográficos, en los diarios filmados, por ejemplo. Podemos filmar el otro asumiendo nuestro punto de vista, en tanto que el “otro” del “otro”, como lo haría por poner un ejemplo, Raymond Depardon en Afriques comment ça va avec la douleur, con el peligro que conlleva: objetualizar a ese otro filmado, reducirlo a un estado de objeto y producto de nuestra mirada. Existen, no obstante, tantísimos métodos (si se pueden llamar así. Quizás sería mejor hablar de habilidades artísticas o creativas...) para devolver el objeto a la vida, retornarle su naturaleza de sujeto... Para empezar, el hecho de poner en escena, manifestar abiertamente la propia condición de creador o mirada creadora, definir y compartir con el espectador el propio punto de vista pone en claro las reglas del juego, el lugar desde el cuál se habla, contextualizando el discurso desde ahí lanzado. En La moindre de choses, por ejemplo, Nicholas Philibert nos regala ese momento para siempre ya inolvidable, en que un enfermo mental mira a cámara, por lo tanto al espectador, para decirle que él se encuentra donde se encuentra porque el espectador ocupa el lugar que ocupa. Es decir, su “anormalidad” se define por nuestra “normalidad”, su condición de “otro” mirado aparece en el momento que esta mirada lo sitúa como tal. El hechizo de la objetualización se rompe entonces mágicamente: en el momento que nos mira y nos interpela con su reflexión, su mirada incluye la nuestra y la relación entre lo que se mantiene delante de la cámara y lo que sucede detrás (y después, un espectador que mira lo anteriormente filmado y montado, sentado confortablemente en su silla...) ha quedado perfectamente representada. De repente somos nosotros quienes nos convertimos en el objeto de su mirada, ya que el dispositivo ha quedado al descubierto. A partir de ahí, ya no es su vida contada por el cine la que está en juego, sino la nuestra. Finalmente, cineastas como Johan Van der Keuken tienen la capacidad de convertir en cine una de las más hermosas teorías sobre el amor, convirtiendo ese otro mirado en “coautor” de su creación, de forma que el mundo que nos muestra ya no es el objeto de (sólo) su mirada, un mundo lleno de objetos mirados. Sino que lo que vemos es el resultado de su mirada más la mirada de aquél que filma. Dos miradas puestas sobre el mundo, a la vez, bajo el mismo signo. El mundo como resultado de estas dos miradas compenetradas, al unísono, las dos convertidas en sujeto. Van der Keuken no nos muestra al niño ciego Herman Sloebbe, sino que su relación, extendida en forma de complicidad delante y detrás de la cámara, construye conjuntamente el mundo que se nos da a ver (vivido por Herman, que al ceder su “mirada” a Keuken deja de ser objeto para devenir sujeto) y es así mismo puesta en escena en forma de mostración de una película que se va haciendo a medida que va avanzando, proceso en el cuál participa activamente el personaje filmado por el cineasta.
En este arco lleno de posibilidades y matices, ¿en dónde se situaría Hernán Khourian con Puna? La belleza de esta pieza no sólo se encuentra en sus imágenes ni en la maestría de su montaje, sino que reside también en la relación entre mirada y “objeto” que nos propone. En este caso, no es tanto un cine producto de una mirada compartida, ya que el peso de creación en la pieza es potente, individual y personal de forma evidente, podríamos decir marcadamente artístico: lo que el espectador ve es producto de una elaboración de la mirada, de una revisitación estética a algo filmado. Pero esta elaboración no encierra (como podríamos sospechar sin haber visto la pieza) el otro filmado en su objetualidad, no lo manipula como elemento significativo, con un interés ajeno a su propia naturaleza, a la significación que de forma justa y coherente surgiría de él mismo. Khourian tampoco convierte lo filmado en sujeto que mira el mundo con él, en coautor de su pieza, ya que aquello filmado es dado a ver indudablemente como habitante del mundo mostrado. En todo caso, lo que aquí se opera es mucho más especial: Puna es el resultado de un encuentro de quién construye el discurso y quién lo protagoniza a medio camino extendido entre uno y otro, en ese no-lugar que es la propia mirada. Unos y otros se han convertido en mirada pura. Y la materia que realmente Khourian elabora es precisamente el propio acto de mirar, sus engranajes, sus juegos, sus grietas, sus límites.
Así, una piedra fundamental en la narración del mundo edificado por Puna es el establecimiento de ese lugar del origen de la mirada, ese lugar desde el cuál uno debe proyectar su mirada para poder dar orden a la cosmogonía que será su creación. La búsqueda de este lugar, que de forma general es emprendida con anterioridad a la creación, es aquí el elemento estructural que permite hilvanar toda la narración, o mejor toda la reflexión y emoción puestas en marcha por Khourian.
La cámara, ya desde las primeras imágenes que nos ofrece, se cuestiona, (se) busca (y seguirá buscando a lo largo de la pieza) este lugar, consciente que para dar a ver hay que construir primero, o incluso simultáneamente, la mirada. Y así, la cámara que penetra en lo real encuentra un primer punto de estabilidad al posarse en un objeto cotidiano, una pala, que como ella modifica esta naturaleza que la envuelve, la trabaja, la esculpe. La cámara ya no contempla, crea el objeto mirado. Mejor, la mirada y la cosa mirada se han fusionado en un mismo gesto. No puede aparecer la una sin la otra. La cosa mirada existe por ser mirada y el resultado es una imagen. Simple y poderosa. Y de ahí su trascendencia, pero también su ligereza, su transparencia. De ahí su gravedad pero también su ironía. De repente unos ojos se posan en nosotros. La persona filmada, sin ser por ello desarrollada como personaje, se apodera de nuestra mirada y nos la devuelve, haciéndonos conscientes que lo filmado existe porque es el objeto de nuestra mirada, pero que nuestra condición de espectador surge desde el momento en que el sujeto mirado nos interpela con la suya. Ellos están ahí porque nosotros les estamos mirando. Y viceversa. Y estas miradas, casi furtivas, aparecen, desaparecen, reaparecen en otros rostros, ralentizadas, reiterativas y resuenan al fin en otros momentos, en que Khourian juega con la cámara, la convierte en instrumento, en casi un juguete. Una mano gigante posa un animal de piedra sobre la ladera de una montaña lejana, de forma lúdica, casi dadaísta. Y todo ello, esa mirada compartida con el otro filmado, pero también con aquél que lo filma va poniendo los límites (circulares, ya que surgen de un movimiento constante de ir y venir, de volver a mirar, de alejarse de nuevo, de fluir entre imágenes y sonidos) a este lugar compartido, un espacio mítico, abstracto, símbolo fantasmal de ese pálpito que nos hace vulnerables, a los unos y a los otros.
Y las imágenes se reiteran, se ven manipuladas, avanzan y retroceden construyendo sentidos. Esta elaboración se edifica en un espacio temporal que se extiende entre el momento del registro y el del montaje. En este espacio se dilata la mirada, se cuestiona nuevamente el lugar desde el cuál se mira y se habla, generando una suerte de segunda mirada, de segundo discurso. Filmar lo real ya no es mantener viva esa supuesta simultaneidad, esa supuesta improvisación. Lo real deviene la materia que el artista irá esculpiendo para armar un discurso y para ello es necesario este doble tiempo de la mirada, esta revisitación a aquella idea fundacional según la cuál conocer no es sino reconocer. Mirar lo ya mirado para conservar paradójicamente su capacidad de ser dado (casi ofrendado) a ver como si fuera la primera vez, ya que este tiempo intermedio permite llevar a un primer término lo que de imperecedero contiene lo real hecho imagen y sonido, lo eterno que esconde, es decir -y como íbamos diciendo- su misma visibilidad.
Es cierto que esa dimensión ética inherente en la construcción estética de lo real reside en gran parte en la búsqueda del lugar desde dónde se decide mirar y que ello implicaría una relación única con cada objeto de esta mirada. Que cada imagen fuera un testigo de esta relación establecida. Así, es de esperar que no registráramos de la misma forma un árbol que una persona, una piedra que un conflicto... Pero aún así, Khourian (como de una forma totalmente distinta hará también el primer cine de Sergei Dvortsevoy) tiene la capacidad de utilizar su cámara para poner al mismo nivel un objeto y una persona sin que eso sea señal de una aproximación descomprometida con lo registrado, sin que ello represente una mirada banal. Filma de la misma manera la herramienta que trabaja la tierra, el rostro de la muñeca, su pelo, su mirada abierta, negra, vidriosa, sin vida, el movimiento aprendido, cultural, casi mecánico y profundamente identitario de las gentes, la tierra, el río, el animal muerto, el cielo, su propio ojo... Todo a un mismo nivel de frágil equilibrio, pero no alineado en un acto de rebajación, sino de elevación. Todo es digno de ser elaborado por la mirada y en el proceso todo, lo vivo y lo inerte, por el mismo hecho de ser mirado nos devolverá, como en un espejo, nuestra mirada, hecha cosa, hecha vida. “El linaje de los hombres no es otro que el de las hojas”, cantó Homero. La construcción imaginaria de Khourian encuentra en el otro lo más interno de uno mismo, pero no por un proceso de identificación, sino por un mecanismo de fusión, porque entiende y nos da a entender que somos (todos) imagen, y que la única forma posible de significarnos unos con otros es precisamente a través de ella. Y todo es imagen ya que todo surge de la mirada. El contenido de cada una de las imágenes de Puna, es decir los objetos reales que las ocupan, son indisociables de su misma visualización, de la forma que tienen de mostrarse. Las imágenes y las cosas en un sólo y único gesto. Khourian se fusiona con lo que filma, se funde en las imágenes de esas cosas que ya no le rodean sino que forman parte de él. La mirada y lo que ésta mira son una misma cosa y la imagen que da a ver es el resultado de esta unión. Y así, en el fondo, ya no hay distancia de la que ocuparse. Si mirar objetualiza aquello mirado y es la sensibilidad del cineasta quién puede devolverle la categoría de sujeto, en Puna esta unión entre lo mirado y quién mira ofrece otra vuelta de tuerca: lo real hecho mirada nos sitúa como espectadores. Hablábamos de la búsqueda del lugar justo para mirar y dar a ver. Pero en este caso, esta búsqueda que establecería la relación con lo filmado no tiene por objetivo la vehiculización de una historia, sino que lo que pretende es articular la idea que en el momento de la creación esta distancia es (o puede ser) abolida y que el resultado es la constatación que de hecho no hay historia alguna para ser contada más allá de la consideración de la mirada misma y que la forma que uno tiene de habitar el mundo es precisamente darse a esta mirada y a su capacidad creativa. Godard jugaba con las mismas palabras: “una imagen justa” y “justo una imagen” para definir a la vez la relevancia y la humildad del gesto que encierra (o abre) el mundo en imagen. Khourian transforma este doble “justo-una-imagen-justa” en huella de la apariencia de lo real, que finalmente nos revela un mundo convertido en contemplación. Un mundo que respira al ser contemplado y que a su vez nos permite emerger como mirada en hacernos, él también, objeto de su contemplación. Vemos el mundo mirarnos.
Así, la mirada perdida representaría ese momento inabarcable, indefinible, incalculable del registro (o del doble registro, entendiendo el momento del montaje como un segundo mirar) de lo real. De la misma manera que en una ocasión, el “tiempo perdido” constituía el tiempo de la memoria, ese momento mágico no invocado, que nos sobrevenía sin avisar, ese tiempo inasible que nuestra memoria dedicaba al pasado sin por ello poder abandonar el presente, ese tiempo sin tiempo, ese tiempo imposible, la mirada perdida que elabora Puna no es algo que debamos encontrar, o podamos fabricar, es algo que debemos reaprender, recobrando esa fuerza para suspender el tiempo y el espacio que tiene la mirada esencial, la mirada verdadera. Una mirada que se constituye de una suma de instantes irrepetibles, únicos, fugaces y profundos a la vez, que es capaz de convocar la verdad de lo mostrado, que no es lo que se esconde (aparentemente) detrás del velo, sino el velo mismo. La verdad más profunda de lo real no está escondida, sino que es aquello que lo cubre, pero que el peso de la cotidianidad y del mirar-sin-ver de una mirada vacía, gastada, devenida moneda de cambio, ha conseguido ignorar, invisibilizar, anular. Puna mira y nos da el placer de ver este velo de las cosas, convirtiéndolas en lo que en esencia son, (justo) imágenes (justas) que habitan esa mirada perdida. Una mirada que cuando logramos invocar tiene el poder (de incalculable valor) de transformar la vida en vivencia a cada imagen, en un movimiento eterno que sin tregua, como un zumbido caprichoso pero preciso de la naturaleza, aparece y desaparece bajo nuestros ojos aún maravillados.